De Jiuck Gómez: http://www.flickr.com/photos/jiuck/4661085490/
1. Promover u obturar la expresión del pensamiento.
Una orientación didáctica que entienda la enseñanza de la filosofía no tanto como la transmisión académica de contenidos ajenos a la realidad vital de los alumnos, sino más bien como el desarrollo creativo de su pensamiento, debe considerar sus referencias “pre-filosóficas” como el material prioritario de la actividad en el aula.
Este supuesto exige que la práctica docente genere condiciones para que el pensamiento de los alumnos pueda expresarse. Sin embargo, he constatado en mi propia práctica y en la de muchos colegas una frecuente tendencia a la obturación de dicha expresión.
Hay momentos privilegiados –y también escasos– en los que la expresión del discurso de los alumnos se manifiesta plenamente. El docente se encuentra entonces ante un triple desafío: poder identificarlos, intentar promoverlos y saber interpretarlos.
Digo desafíos porque las dificultades no son pocas. Cuando se dan esos momentos de libre expresión del pensamiento de los jóvenes, las circunstancias que los posibilitan suelen ser fortuitas y con frecuencia producidos por un descuido o relajación de la dinámica de control que el profesor mantiene en el aula: la disciplina, las explicaciones académicas, las programaciones, los exámenes.
Por otra parte, la expresión del discurso propio de los alumnos se manifiesta a menudo a través de formas poco reconocibles y no pocas veces a juicio del docente sancionables: el humor, las intervenciones fuera de lugar, el exabrupto. La escucha docente pareciera sólo estar preparada para captar las intervenciones “educativamente correctas”.
Finalmente, si resulta difícil promover la expresión, o reconocer sus manifestaciones, mucho más lo es poder analizarlas e interpretarlas. Agravado este hecho por la implicación cuestionadora que para la posición docente suele tener la libre manifestación del discurso discente: el escuchar de manera atenta lo que dicen los alumnos significa a menudo para los profesores verse llevados a la revisión de sus propios discursos, encontrarse ante un espejo que les devuelve una imagen no siempre satisfactoria.
2. La escucha
Ligada a la idea de “expresión”está la de “escucha”, entendida ésta como un dispositivo didáctico que la posibilita. La obturación, en cambio, puede ser definida como la ocupación de todo el campo de comunicación, pudiendo prolongarse incluso después de realizar un posterior esfuerzo por restablecer la escucha. Es el caso de aquel incómodo momento, después de una magnífica disertación, cuando el ponente solicita la intervención de los oyentes para que manifiesten sus puntos de vistas o sus dudas respecto de lo que se ha explicado y obtiene, como única respuesta, el más absoluto silencio.
Durante la clase magistral no se ha reprimido, de manera manifiesta, la libre expresión de nadie; sin embargo, la explicación ha sido tan clara, tan completa (algunos dirán: “tan didáctica”) que ya no queda nada más para decir, ni para preguntar, ni para cuestionar, ni para nada, sólo el silencio. La conclusión de este ejemplo es que el efecto obturador no consiste únicamente en impedir materialmente la expresión, sino también en concluir y cerrar el discurso, incluso en contextos aparentemente abiertos y democráticos.
Sin descuidar los aspectos sistémicos o contextuales que no dependen de la voluntad del docente, es posible reconocer factores subjetivos como, por ejemplo, el sentimiento de vulnerabilidad o de pérdida del control que produce la posibilidad de ponerse a escuchar y abrir un campo de libre expresión para el interlocutor. El discurso expreso manifiesta y refuerza nuestra identidad; la escucha, en cambio, parece que nos hace vulnerables y nos somete al protagonismo y la intervención de los demás. La actitud defensiva, propia de una cierta manera de ser masculina en nuestra sociedad patriarcal, puede ser un modelo de conducta obturador (la inexpresividad emocional, las actitudes autoritarias o competitivas). En cambio, la receptividad como rasgo que nuestra cultura parece haber asignado a lo femenino –que no necesariamente a las mujeres–, nos podría llevar a pensar que determinados individuos con ciertos rasgos de género, serían más idóneos para la escucha, y también para las tareas que conlleven cuidado, atención afectiva y empatía, y en las cuales la receptividad es requisito indispensable.
Agrego una reflexión personal sobre aquellos rasgos obturadores que observo en mi propia práctica; y sin pretender auto-justificarme con ello, también los identifico de manera bastante generalizada entre los profesores de filosofía. En mi caso reconozco dos situaciones diferentes: en la relación con el grupo-clase, y las que se dan en mi relación individual con los alumnos.
En la primera situación predomina la obturación por “magistralidad”. Aunque procuro que mis clases sean lo más dinámicas posible –generalmente intercalo las explicaciones con muchas preguntas e intento utilizar como base las propias intervenciones de los alumnos– mis explicaciones acaban ocupando de manera contundente todo el espacio discursivo.
Un cierto histrionismo, algún desliz un punto demagógico, guiños de humor cómplice, todos recursos puestos al servicio de captar la atención de los alumnos, facilitar la comprensión de los contenidos; pero que también, de manera no consciente, impiden su expresión. No deja de ser ésta una situación cómoda y controlada, al conseguir despertar interés en los alumnos y sobre todo que no se aburran.
En la segunda situación –mi relación individual con los alumnos- la obturación se da por alargamiento del canal de comunicación. Dicho de manera sencilla, cuando mantengo una conversación personal me siento inseguro: me cuesta encontrar las palabras adecuadas, y un sentimiento de timidez me provoca una cierta torpeza comunicativa. Se produce entonces aquella frecuente confusión del que interpreta como distanciamiento o desinterés lo que es sólo timidez o inseguridad. Creo que esto nos pasa con frecuencia a los adultos cuando nos relacionamos con los adolescentes y, naturalmente, es algo que dificulta la apertura del discurso y la escucha.
La alternativa a este tipo de práctica docente no sería únicamente una mayor cantidad de silencio, o un estilo más discreto y participativo…, que también. Una exposición, aparentemente académica, puede contener elementos que faciliten la apertura: algún desafío o provocación, una pregunta que queda sin resolver, una afirmación paradójica o contradictoria, una idea que promueve el conflicto cognitivo. Sin embargo, ocurre con demasiada frecuencia que estos recursos no están al servicio de producir la apertura del discurso de los alumnos, sino que tienen un carácter eminentemente retórico y están al servicio de mejorar y fortalecer la presentación del discurso docente. Este desplazamiento retórico de la participación se evita cuando el profesor se atreve a instalar en la clase sus propias dudas, sus incertidumbres, sus puntos oscuros, y la convierte así en un espacio de investigación compartida.
La escucha como recurso didáctico exige ciertas condiciones óptimas: disfrutar de un razonable equilibrio emocional (nuestro interior sería como una habitación que, para recibir de manera confortable, debe estar limpia, sin muebles ni decoraciones innecesarios), sentir un interés empático por aquello que los interlocutores –en nuestro caso los alumnos– puedan manifestarnos, tener alguna pista de aquello que nos interesaría descubrir; vivir la relación en una dinámica de clara horizontalidad, ser capaz de mantener la distancia del canal en una longitud óptima: ni demasiado corta, de forma que el exceso de proximidad produzca azoro o incomodidad, ni demasiado distante, que ya prácticamente la comunicación se convierte en un interrogatorio formal o en un cuestionario evaluador.
Si por el contrario, no estamos tranquilos, nos sentimos inseguros, observados o cuestionados, no sabemos muy bien lo que buscamos, e incluso no nos interesa demasiado lo que oímos porque tenemos nuestra mente atenta a otras preocupaciones, entonces es lógico que la escucha no sea posible, las actitudes sean defensivas o formales; en estas circunstancias –muy frecuentes por otra parte– lo más recomendable sería relajarnos y rebajar la auto-exigencia respecto de nuestras intenciones didácticas.
3. La escucha activa
Hasta aquí la reflexión se ha centrado en aquellos aspectos de nuestra práctica docente que dificultan la expresión. Creo que damos un paso más si pensamos en la idea de obturación no sólo como cierre del discurso sino también como cierre de la falta en el discurso. Esto significa que este tipo de práctica no sólo impide que el pensamiento de los alumnos se exprese, sino que evita también que se manifiesten sus limitaciones, sus contradicciones y estereotipias, y que se pueda trabajar sobre ellas.
En este sentido, se trataría no sólo de generar condiciones para la expresión, sino que además, cuando ésta se produce, se tendría que promover el reconocimiento de sus ausencias, generar la necesidad de hacer preguntas, delimitar el ámbito de la investigación filosófica. Precisamente, desde los orígenes de la filosofía, su condición fue el reconocimiento socrático de la ignorancia. Quizá el modelo de una didáctica no obturadora sea aquella mayéutica que promovía la expresión para reconocer en ella sus propios límites.
Este paso de la idea de cierre del discurso a la de cierre de la falta del discurso nos permite completar la idea de escucha, entendida ahora como “escucha activa”, es decir, como dispositivo didáctico que no sólo genera condiciones para la expresión del pensamiento discente, sino que también permite realizar devoluciones críticas. Esto conlleva un riesgo: la posibilidad de confundir una devolución –la cual debería ser correctiva y al mismo tiempo respetuosa de las diferentes perspectivas–, con la imposición del punto de vista del docente.
La escucha activa consiste en prestar especial atención a la forma en que discurre el pensamiento de los alumnos, su originalidad y capacidad creativa, su potencia (o capacidad para ofrecer soluciones), y también sus contradicciones o incoherencias, sus estereotipias y sus prejuicios.
¿Todo esto significa que se debe dejar a un lado los textos, los autores o los temarios, en definitiva la enseñanza del pensamiento filosófico históricamente reconocido? Más que en “dejar a un lado” se debería pensar en “abrir” el discurso de la tradición filosófica. Ofrecer los contenidos como preguntas o problemas, más que como teorías afirmadas y concluidas; instrumentalizar los textos y los autores para ayudar a articular y enriquecer el discurso propio de los alumnos; en suma, recuperar su función problematizadora, que es consustancial a la actividad filosófica.
Recupero una idea, presente en el pensamiento de Gadamer y ya comentada en entradas anteriores: la conciencia es un nivel del conocimiento; el pensar en lo pensado, o mejor, el pensar en el hecho de haberlo pensado –momento auto-reflexivo de la autoconciencia–, constituye de por sí un segundo nivel de conocimiento. Éste es en definitiva el efecto de la escucha activa como dispositivo didáctico: no sólo permitir que el otro diga, sino también crear las condiciones para que el otro, al decir sobre lo que ha pensado –es decir, se ha dicho a sí mismo–, despliegue la conciencia reflexiva sobre su propio acto de pensar; cosa que, lejos de ser una mera replicación –nunca nada se repite–, significa construir un conocimiento nuevo.
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