PRESENTACIÓN DEL TEMA
1. Verdad y experiencia: de la transmisión al contagio.
Siguiendo la lectura que Walter Kohan ha realizado de las últimas obras de Michel Foucault, y que explica en la conferencia ya mencionada en la entrada anterior, se pueden distinguir entre los motivos del acto de escribir aquellos que responden a una “lógica de la verdad” de aquellos que resultan de una “lógica de la experiencia”. La primera se asienta en la transmisión de contenidos que el sujeto que escribe posee, a un lector que carece de ellos. La segunda, encuentra su sentido en el hecho de enfrentar al lector con la relación que mantiene con su propia verdad. La primera pondría al que escribe en la posición de quien posee la verdad y la transmite; la segunda, en la actitud de quien interpela la lector para compartir una experiencia reflexiva.
Esta distinción entre “lógica de la verdad” y “lógica de la experiencia”, que el filósofo francés aplica a la escritura (naturalmente que su acto de escribir se inscribiría en la segunda), puede ser homologable a la acción educativa. El docente puede considerar que su función es la de transmitir contenidos que sólo él posee -al menos dentro de los muros del aula- a un público discente que no los posee y a quien hay que instruir. [Es interesante recuperar la etimología de las palabras “docente” -el que enseña- y “discente” -el que aprende-: ambas derivan de los verbos latinos docere y discere -enseñar y aprender respectivamente-, las cuales a su vez derivan de la voz griega didácticos, que significa apto para enseñar]
Esta concepción transmisiva o academicista de la educación participaría de la llamada “lógica de la verdad”. En el extremo opuesto podemos situar la crítica que Paulo Freire realiza a la educación bancaria, o bien el pensamiento de Rancière, para quien una educación emancipadora sólo puede estar basada en el reconocimiento de la igualdad de las inteligencias.
La “lógica de la experiencia” aplicada a la educación, y en especial, a la actividad filosófica en el aula, promueve experiencias reflexivas en las que el estudiante recupera su posición de sujeto activo en relación a la construcción de su pensamiento. En este sentido, el docente redefine su función (puesto que no tiene nada que enseñar), pasando a ser, en el decir de Rancière, un “maestro ignorante”. Ignorancia que no es equiparable a la impostura (no es alguien que “se hace pasar por maestro”) sino a aquella capacidad “mayéutica”, propia del sabio Sócrates, la cual desde el compromiso, el amor y también el rigor permite que el aprendiz gane cada vez más autonomía en su experiencia de aprender. Un docente cuya práctica debería consistir, como leí no hace mucho en Twitter, no tanto en transmitir como en contagiar. El contagio de aquella voluntad de poder a la que hacía referencia en otra entrada.
2. Aprender en los “intersticios”
Tal como señala Kohan, durante muchos años se ligó indisolublemente la enseñanza con el aprendizaje. Esta unión, puesta de manifiesto en los dos términos unidos con un guión, como si fueran uno solo: “procesos de enseñanza-aprendizaje”, representaba un cierto progresismo pedagógico. A nivel epistemológico, había que enlazar la didáctica (ocupada en las metodologías de enseñanza) con la psicología (que explicaba científicamente los aprendizajes). De este maridaje surgieron un sinfín de orientaciones pedagógicas, habitualmente resistidas por la mayor parte de los “profesores especialistas” de secundaria, quienes reivindicaron lisa y llanamente la transmisión de contenidos como el aspecto más importante de su tarea docente.
Las reflexiones más recientes sobre el sentido no sólo de las prácticas docentes sino también de las instituciones educativas en general, sobre todo a partir de la generalización de las nuevas tecnologías y la consecuente crisis de las “intermediaciones sociales”, conducen a separar la enseñanza de los aprendizajes; pensamiento éste que podría resumirse en la frase “no todo lo que se enseña se aprende, ni todos lo que se aprende es enseñado”. Con ello el espacio de las enseñanzas regladas o formales es francamente cuestionado, al menos como fuente exclusiva de aprendizajes, y comienza a reconocerse la importancia de los aprendizajes informales.
En la entrada de Carbonilla El instituto como entorno: más sobre educación formal e informal propongo una reflexión sobre el significado de estas expresiones y la posibilidad de una interrelación efectiva entre ambos niveles de aprendizaje (si es que efectivamente se puede hablar de niveles diferenciados). Hoy creo que las dos posibilidades que se nos ofrecen son, o bien presenciar una institución educativa que se resiste a los procesos de transformación inevitables, con lo cual los aprendizajes informales adquieren un carácter básicamente “intersticial”, o bien los equipos docentes que optan por participar positivamente en estos procesos y deciden ir construyendo escuelas en las que se desarrolle lo que con acierto se ha dado en llamar una “educación expandida“.
El sentido de la filosofía en la educación secundaria podría ser precisamente la de recuperar esas experiencias de aprendizajes informales, expandidos o invisibles, mediante procesos reflexivos de autoconciencia. De alguna forma, visibilizar lo invisible sería acceder a nuevas representaciones de lo real, enriquecer el significado de las experiencias, darle mayor grosor a la relación de los estudiantes con el mundo, la sociedad, y consigo mismos.
3. Del Sapere Aude a los PLE
Los efectividad de los aprendizajes intersticiales e informales dan cuenta de dos aspectos cruciales en el mundo de la educación: por una parte la importancia de la motivación intrínseca y el carácter significativo de los objetos de aprendizaje (aquello que se aprende tiene sentido, y los procesos de aprendizaje resultan gratificantes); y por la otra, la tendencia natural a aprender aquello que es útil para la supervivencia. Se puede tomar esto último en un sentido estrictamente biológico, o también en un sentido más amplio, refiriéndonos a las adquisiciones de habilidades (o competencias) que posibilitan dar respuestas eficaces a las dificultades y los desafíos del entorno social. El nexo entre el desarrollo de estas competencias y la naturaleza de los aprendizajes informales o intersticiales viene dado por una capacidad fundamental: la autonomía de los individuos para pensar, juzgar y actuar. Algo fácil de identificar con el ideal ilustrado, sintetizado por Kant en su máxima sapere aude (“atrévete a pensar por ti mismo”)
Los procesos educativos, especialmente en el bachillerato, deben preparar a los alumnos para hacer frente a un mundo que cambia vertiginosamente, para saber utilizar nuevas tecnologías que permiten el acceso universal a un exceso de información, y para poder desarrollar unas dinámicas de comunicación en red que ponen en crisis todas las intermediaciones (Laborales, educativas, políticas: desde el paciente que antes de ir al médico ya ha realizado su diagnóstico con información encontrada en Internet, dejando así de ser un mero paciente, hasta los indignados del 15M, que desde sus acampadas ponen en cuestión las formas tradicionales de representación política, pasando naturalmente por los docentes que encuentran en las redes fuentes que sobrepasan con creces su capacidad de transmitir saberes). Responder con eficacia a esta nueva realidad exige saber gestionar con autonomía sus desafíos.
Los estudiantes siempre han vivido en entornos de aprendizaje, subordinados o dependientes, coherentes con una concepción transmisiva o “bancaria” de la educación. Formaban partes de estos entornos los libros de textos, los docentes explicadores; y en los últimos tiempos, primero las herramientas audiovisuales y más tarde las llamadas “plataformas virtuales” del tipo Moodle, o los sitios web dinámicos, que a pesar de su interactividad no dejaron de ser entornos pautados, rígidos y dependientes, repositorios de materiales y actividades diseñados al hilo de los currículos establecidos. El reto actual está en la construcción de entornos de aprendizajes autónomos o personales (en inglés PLE); los cuales no deben ser considerados una simple colección de herramientas, ni tan siquiera una orientación metodológica, sino más bien una nueva forma de entender el trabajo de los estudiantes y de los docentes, basada precisamente en aquellos aspectos que caracterizaron siempre a los aprendizajes informales: la motivación intrínseca, las actividades con sentido, el carácter gratificante y adaptativo, pero por sobre todas las cosas, el carácter autónomo de su gestión. Intentar construir PLE con alumnos adolescentes en secundaria como si fuera un nueva método didáctico considero que es una empresa destinada al fracaso, o bien hacer algo que nada tiene que ver con la construcción de verdaderos entornos de aprendizajes autónomos. La autonomía debe ser respetada incluso frente a la decisión de los estudiantes de ser autónomos; en todo caso lo que podemos intentar hacer los docentes es promover experiencias que inviten a serlo y den pistas sobre como conseguirlo.
¿Qué puede aportar la filosofía en este sentido? Decía en una entrada anterior que una “perspectiva competencial” en exclusiva de la educación tiene sus riesgos o sus limitaciones: el predominio de la eficiencia (la techné que decían los antiguos griegos) en desmedro de la phronesis, es decir, la supremacía del aprender a hacer respecto del aprender a ser:
“… el problema surge cuando la perspectiva competencial impregna en exclusiva los diseños curriculares. La cuestión sería preguntarse, más allá de los currículos o las metodologías didácticas, o incluso, de la utilización de las nuevas tecnologías, por el tipo de escuela que los alumnos y profesores deseamos, por el clima o las experiencias que en ella debería posibilitarse, por las relaciones que podríamos establecer entre lo que ocurre dentro de sus muros y el mundo exterior de las vidas cotidianas, por los afectos que nacen y se cultivan, por las sorpresas, los placeres y las frustraciones, pero, sobre todo, por la conciencia reflexiva que sobre todas estas experiencias se podrían suscitar en los alumnos y también en nosotros, los docentes. Concretando con un ejemplo: en el abordaje de una pregunta o de un problema los alumnos estarían en una dimensión competencial; a partir del momento que se proponen indagar por las estrategias, los itinerarios y también los supuestos, las intenciones e incluso los afectos que se ponen en juego durante el abordaje o la investigación, entraríamos en una dimensión reflexiva del aprendizaje. Es en esta última dimensión que la práctica filosófica adquiere su mayor relevancia”.
A riesgo de caer en la tendencia habitual de ponerle etiquetas a todo, se trataría de pensar en una escuela transcompetencial o reflexiva; aquella que, además de definirse por las competencias que promueve, crea espacios de auto-reflexión sobre las experiencias vividas dentro y fuera de sus aulas. Un saber que no se reduce a habilidades de expresión o de pensamiento (meta-cognición, aprender a pensar, gestión de las relaciones humanas, expresión oral y escrita, uso de las nuevas tecnologías, etc.) sino que además surge de una reflexión sobre el acto del pensar en el momento mismo de su despliegue, es decir que entienda el pensar como experiencia.
RONDAS DE INTERVENCIONES Y SÍNTESIS FINAL
Luego de finalizar la presentación del tema, lo cual me llevó exactamente 20′, puse la quinta diapositiva, la que mostraba las tres ideas principales, y propuse cinco minutos para que cada participante escriba alguna idea que le hubiera podido sugerir la exposición.
Iniciada la ronda de intervenciones, los primeros en participar fueron dos alumnos de la Universidad de Zaragoza. Me llamó la atención que, contra todos mis pronósticos, estos jóvenes plantearan prevenciones sobre la utilización de las nuevas tecnologías y recuperaran la importancia de la tradición filosófica y la utilización de sus textos escritos. El primero en intervenir, un joven con el que había tenido una charla el día anterior sobre el sentido de la docencia como salida laboral a la carrera de filosofía, subrayó la importancia de la comunicación directa y personal, y sugirió el carácter paradójico de las nuevas tecnologías, las cuales, por un lado multiplican las posibilidades de contactos virtuales, pero por el otro, dado precisamente su carácter virtual, separan o enajenan (sic) a las personas de las relaciones presenciales y físicas. La segunda, una joven que, aunque reconocía la importancia de la autonomía y el “pensar por sí mismo”, afirmó que no “había que forzar el sapere aude” (sic), dándole importancia a la utilización de “material sensible” proveniente de la tradición filosófica.
Siguieron intervenciones de profesores, las cuales presentaron en su mayoría dudas o cuestionamientos respecto de las ideas propuestas en mi intervención. Creo recordar una excepción en lo expuesto por Pedro Ortega, posiblemente el docente de mayor antigüedad entre los presentes, que reivindicó la importancia de que los jóvenes expresen su pensamiento, utilizando una consigna ciertamente provocadora: “es necesario que el botellón siga en pié”.
Resultaba clara la preocupación general por la redefinción de la función docente del profesor de filosofía, puesta de manifiesto en preguntas tales como: ¿Es posible dejar la determinación de los objetivos del curso en manos del alumnado? ¿No ha quedado claramente demostrado que las experiencias de “autoevaluación” no han dado resultados satisfactorios? ¿No es importante que el docente conserve su papel de juez en relación a los aprendizajes y las actividades de los alumnos?
También se pusieron de manifiesto cuestionamientos al carácter “intersticial” de los aprendizajes, expresión del temor a que se abandone el rigor y el estudio reflexivo de los textos. ¿Hablar de una “lógica de la verdad” separada de una “lógica de la experiencia” no podría significar la renuncia a uno de los objetivos fundamentales de la filosofía que es precisamente la búsqueda y la transmisión del conocimiento verdadero?
El debate se prolongó durante una media hora más. La síntesis final que tenía previsto realizar consistió en responder puntualmente a los interrogantes formulados. Como resultado de una reflexión posterior pensé que seguramente había hecho un desplazamiento no consciente de la dinámica propia del taller hacia lo habitual en una conferencia: el ponente, haciendo uso del poder que le da su posición, cierra el evento respondiendo a las objeciones, y quedándose naturalmente con la última palabra. Quizá lo único que debería haber contenido mi síntesis final es el subrayado de las dos cuestiones fundamentales que se habían puesto de manifiesto a lo largo del debate -la función del docente en la clase de filosofía y el sentido de la presencia de los contenidos de la tradición filosófica en el trabajo de aula con alumnos adolescentes-, en lugar de la defensa de posiciones propias.
Pensando ahora en las clases en el Instituto, creo fundamental que el cierre de las sesiones no signifique la obturación definitiva del pensamiento de los alumnos a través de la imposición del discurso docente; sino más bien una reflexión meta-discursiva de la experiencia vivida en el aula, la cual permita la apertura de nuevas preguntas, nuevos problemas, nuevos itinerarios de investigación. En suma, proponer pistas para continuar pensando.
Posiblemente no haya sido esto lo que ocurrió al finalizar el taller. (¿Recordáis la fábula de la rana y el escorpión? Mi reiteración en antiguas prácticas me llevan a recordarla casi cada día de clase). La tensión entre el pensamiento y la acción es lo propio de la tarea docente. Su reconocimiento nos puede llevar al desánimo, pero también al entusiasmo ante el desafío por continuar innovando.
Con esta crónica de mi participación en el curso “Filosofía y educación” en Calanda doy por finalizado el curso 2010/2011, al menos en lo que respecta a Carbonilla. A partir del mes de septiembre me volveréis a encontrar por aquí con nuevas reflexiones sobre filosofía, TIC y aprendizajes en secundaria.¡Buenas vacaciones de verano!
¡Bones vacances d’estiu!
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