Una de las preocupaciones que solemos tener al comenzar el curso es conocer a los alumnos nuevos. Y cuando digo conocer me refiero inicialmente a saber sus nombres, cosa que, para los profesores que como yo tenemos serias limitaciones con la retención de los nombres propios, se puede convertir en una esforzada tarea, cuando no en una obsesión.
En mi instituto, como en muchos otros, se suelen fotocopiar unas plantillas que contienen las fotos carnets de cada alumno, con su nombre completo debajo de cada una de ellas. En mi caso este instrumento identificador resulta de una utilidad suprema, y me produce una gran admiración aquellos colegas que se jactan de no necesitar de este recurso gráfico, y de poder tener memorizado el nombre de los alumnos luego de haber pasado la lista de asistencia tres o cuatro veces al comenzar el curso.
Más allá de las dificultades mnémicas parece claro que un gran número de docentes, por no decir la mayoría, consideramos básico para nuestro trabajo en el aula conocer el nombre de todos nuestros alumnos. Recuerdo un diálogo entre un profesor de ciencias naturales y un ex alumno a quien no veía desde hacía varios años: este profesor se dirigió al joven utilizando su nombre de pila, y éste, asombrado, le preguntó cómo hacía para recordarlo después de tantos años; a lo cual el profesor respondió: “es mi trabajo, para eso me pagan”. Quizá resulte un poco exagerado considerar que aquello que nos hace merecedores de nuestro salario sea recordar el nombre de los alumnos; sin embargo, salvo quienes puedan considerar que la tarea docente se reduce a exponer disertaciones académicas ante un auditorio anónimo, creo que la mayoría de los profesores consideramos muy importante el reconocimiento personalizado de los estudiantes.
¿Cuáles pueden ser las razones de esta importancia? Parece obvio responder que conocer los nombres facilita enormemente el desarrollo de la clase, y que al personalizar el trato se genera un clima de mayor confianza, favoreciendo la participación de los alumnos. Sin embargo, a estas razones más bien metodológicas podemos añadir una que nos sitúa en una posición crítica y nos lleva a reflexionar sobre las características de las interrelaciones discursivas que se dan en el aula: se trata de la sospecha de que, detrás del conocimiento y utilización de los nombres propios, hay un mecanismo de control disciplinario. El anonimato disuelve la responsabilidad de las acciones: si el sujeto no es identificado tampoco se encuentra obligado a rendir cuentas de sus efectos ante nadie. La experiencia cotidiana lo demuestra: llamar la atención a un alumno utilizando su nombre resulta muchísimo más efectivo que si lo hacemos de manera general o sin identificarlo de alguna forma.
Alguna vez, observando la plantilla donde están registrados las imágenes y los nombres de cada alumno, recordé el panóptico, figura arquitectónica diseñada por Bentham para aplicar a la construcción de las prisiones, y que Foucault recuperó metafóricamente para describir los mecanismos de control en una sociedad disciplinaria[1]. Se me ocurrió pensar entonces que aquel listado fotográfico era algo así como nuestro “panóptico particular”.
Esta reflexión podría llevarnos a una curiosa paradoja: el desconocimiento del nombre de los alumnos manifiesta una relación despersonalizada, reduce a los alumnos a meros espectadores anónimos, e incluso produce en ellos un sentimiento de desagrado por lo que se interpreta como una actitud de lejanía o indiferencia en el profesor; y, al mismo tiempo, la identificación personalizada parece ser la manera más eficaz de disciplinar y hacer más efectivo el control de los alumnos, garantizando al docente la solidez de su posición de poder dentro del aula.
¿Es posible pensar en una alternativa que trascienda la perspectiva metodológica de la eficacia didáctica, o del control disciplinario de la clase, resultado de una resignificación del papel de la información que los profesores tenemos de los alumnos?
Considero que esta resignificación está en función del contexto pedagógico en general, y en particular de la orientación didáctica que se intente desarrollar. Pienso ahora en la importancia que tiene el trato personalizado –para el cual la utilización de los nombres propios resulta imprescindible– para el desarrollo de un proceso que, tal como propuse en reflexiones anteriores aspira a presentar las siguientes características:
- Los esquemas de referencias de los alumnos son considerados la materia privilegiada de la investigación filosófica.
- La escucha activa se ha reconocido como dispositivo didáctico fundamental.
- La pregunta adquiere su sentido “dialógico” (se está dispuesto a escuchar novedades que interesan) y “hermenéutico” (su reconocimiento en el texto permite construir un significado –interpretar– desde la experiencia propia de los alumnos).
- Los contenidos de la tradición filosófica han sido propuestos como núcleos de significación (hipótesis expansivas de las referencias de los alumnos).
Durante esta primera semana de clase he intentado ir aún más lejos en la captación de información: además de construir mi “panóptico fotográfico”, en algún hueco de mi horario visité los archivos tutoriales de cada alumno para indagar sobre su historia escolar, e incluso familiar. Fue mientras realizaba estas pesquisas que pensé en estas ideas que ahora escribo. Quizá, a modo de justificación, se me ocurrió que recuperar la información que proviene de la institución escolar podía ser de una gran utilidad, a condición de que luego hiciera el esfuerzo de “olvidarla” (o al menos ponerla en suspenso): reconocer la necesidad del “pre-juicio” que, en un sentido gadameriano, permite la apertura de la comunicación, pero que pierde la condición de tal cuando una vez abierto el espacio comunicacional se lo ocupa con la pregunta, la curiosidad, un cierto olvido de lo que ya se sabe, una actitud próxima a la acogida inocente de las bienvenidas.
[1] FOUCAULT, M. (1988) Vigiliar y castigar, Madrid: Siglo XXI, página 199.
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